ABRÍ LOS OJOS completamente desvelada a la densa oscuridad del cuarto. Algo iba mal. ¿Había alguien más en la habitación? Escuché con atención, tratando de captar más allá de los latidos de mi corazón, pero fue en vano. El silencio era total. Moví la mano hacia el interruptor de la luz pero al llegar a la altura de la almohada, justo al lado de la mesita de noche, me detuve. Estaba caliente y hundida, como si alguien hubiese estado allí momentos atrás. Se me erizó el vello.
“Has sido tú. Te has movido en sueños, y por eso está caliente
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Observaba con el ceño fruncido el sobre que yacía encima de la desordenada mesa de su oficina. Era perfectamente común: rectangular, de tamaño cuartilla y de color blanco. No tenía pliegue alguno, de tal forma que invitaba a pensar que lo habían dejado personalmente en su escritorio de la comisaría. No había nada escrito en el papel inmaculado: ni remitente, ni destinatario. Pero era evidente que no estaba allí por error. Un ruido lejano anunció que el resto de policías estaban comenzando a llegar al turno. No había mucho tiempo ya para tomar una decisión. Utilizando los guan
Me persigue cuando sueño. Acecha cada noche en la penumbra de mi consciencia. Puedo intuirlo donde muere la luz, y cuando cierro los ojos vislumbro sus dedos alargados aferrarse al marco de la puerta. No tiene cuerpo propio: a veces es una sombra en el espejo, otras, el crepitar del televisor apagado; el olor de una ventana abierta repentinamente, o el tacto de una respiración inesperada en la nuca. Cuando lo busco se oculta, pero nunca me deja.
No puedo dormirme. No puedo huir de él. Y ya viene.
¿Dónde me escondo de un monstruo que habita en mi mente?
LA OSCURIDAD era total. Bajaba a tientas los peldaños de madera de la estrecha escalera, que crujían bajo su peso. La pared, que empleaba como apoyo para avanzar, tenía un tacto arrugado y viscoso por la humedad. Ya casi había llegado al sótano, y sólo escuchaba su respiración agitada y el quejido de los viejos tablones. Pero sabía que no estaba sola. Allí abajo había alguien más, y esa certidumbre le oprimía el pecho al respirar el aire viciado de la habitación. Dos pasos más y llegó al final de la escalera. No se atrevía a encender la linterna. Escuchaba a
EL FUEGO crepitaba en la chimenea de la pequeña estancia, ahogando el silbido del viento procedente del exterior. Todas las ventanas estaban selladas y cubiertas con gruesas mantas, y junto a la puerta tapiada se hallaba agazapado un hombre que sostenía un hacha en actitud expectante. El sudor caía copiosamente por su frente despejada y formaba oscuras aureolas en sus axilas y en los pliegues de grasa de su abdomen. Ya se había quitado el anorak, pero el calor del cuarto era asfixiante: todas las luces estaban encendidas, y además de la chimenea una vieja estufa eléctrica bombeaba aire caliente a la estancia.
Una gota de sudor resbaló por su mejilla, acariciándole el rostro en un suave cosquilleo hasta el mentón. Le habría gustado secarla con la manga, pero no podía. No podía descentrarse. Seguramente ya faltaba poco, o eso esperaba. No sabía cuánto tiempo llevaba allí: desde su postura poco natural no atinaba a ver la señal electrónica de su reloj, por otro lado indistinguible en la penumbra sin acceso a la luz de pantalla. Notaba desde hacía rato un hormigueo desagradable en las piernas, y tenía los brazos entumecidos y doloridos por el esfuerzo. Y sumado a todo ello, la calefacci&
El estrépito del vial al impactar contra el suelo rompió el silencio aséptico del módulo de aislamiento. Si algún sonido logró atravesar el traje de bioseguridad, no lo escuchó: observaba anonadada cómo el contenido (un líquido transparente, viscoso) se derramaba por el suelo. La muestra era muy volátil: tres segundos y saltaron las alarmas.
Atmósfera contaminada: protocolo de cuarentena activado.
Las luces intermitentes la espabilaron. Probó la salida: naturalmente bloqueada. Maldiciendo, fue a buscar a su compañero. Le debía una, pero al menos esperarían juntos. En
Lo delató el extraño crujir de la madera del parquet. Cric-cric, toc-toc. Abrió los ojos, aterrado, pero le cegaba la oscuridad de la noche. Aunque no podía verlo atisbaba su figura, alta y encorvada, a los pies de la cama. Su corazón latía tan rápido que no escuchaba nada más que su desenfreno. No podía estar allí, los monstruos no existen. Quiso alargar la mano hacia el interruptor de la luz, pero el miedo lo había paralizado. Observó con horror cómo posaba sus dedos huesudos en el borde de la cama. Las sábanas se tensaron. Cric-cric.
“Despierta”-suplic&
Arde la noche, mi alma en la hoguera. Canta el fuego al crepitar tu nombre en rítmica ovación; calla el viento, enmudece el tiempo y se detiene a verte brillar. Arde tu noche, mi cuerpo en la hoguera. Lame la luz tu rostro extático; bailan las llamas como luces del norte en el cielo opaco de tu mirada.
Arde mi noche, tu espíritu en la hoguera. Acaricia el calor la aurora roja de los sentidos durmientes; silban mis cenizas, quema el aire, la tierra tiembla a tu vera.
Arde la noche, día y noche.
La vida arde en la hoguera.
El cielo olía a lavanda. Era un pensamiento que tenía a menudo, tumbada sin nada que hacer en el balcón de madera viendo pasar las nubes como algodón en un mar inmensamente azul. Era algo curioso: daba igual si la tierra estaba húmeda y despedía su inconfundible fragancia a lluvia reciente, si era plena primavera y los campos se cubrían de color o si las nieves de invierno habían teñido de blanco el suelo a sus pies; siempre que levantaba la vista al cielo sus pulmones se llenaban inequívocamente del intenso aroma de aquella flor. Eso le gustaba, como todas las cosas que permanecían pere