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Etel

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Reigkye's avatar
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Etel

Una triste melodía embriaga el ambiente. El piso superior de un gran caserón, una amplia buhardilla recubierta enteramente de madera, con una gran ventana que observa sin descanso, día y noche, el encapotado cielo de Bergen. El incesante repiquetear de la lluvia contra el cristal aumenta la sensación de amargo abandono que transmite la sala. Una cama matrimonial baja de madera oscura y sábanas de lino turquesa, una vieja cómoda construida a partir del mismo material que la cama, un escritorio a juego con algunos papeles y varios libros posados sobre él de tal manera que parecen haber sido abandonados en cada postura en un apuro, para más tarde caer presa del olvido. Incluso las tonalidades de la habitación parecen de otra época; elegantes pero descoloridas. El vacilante titilar de una lámpara de aceite que pende en relajado vaivén del bajo techo ilumina con pereza el frío interior de la estancia, permitiendo observar dos figuras más. Sobre el suelo desnudo, colocado contra una de las paredes a ras del techo, un espejo de pie, de madera caoba y cristal pulcro y liso, nos devuelve la imagen de la otra figura, sentada en estudiada posición frente a él, manteniendo un diálogo mudo en el que de nuevo el único sonido intercambiado, además del continuo morir de la lluvia contra la ventana, es la triste melodía de un violoncello. La segunda figura, que preside la escena sin destacar particularmente en ella, es la de una joven dama, sentada sobre una alta silla de caoba, tocando el cello. De esbelta figura cubierta por un sencillo vestido azul, larga y lacia melena azabache encuadrando su rostro de rasgos suaves pero firmes y tez pálida pero bella como una frágil flor de invierno, la joven acaricia las cuerdas dejando sus dedos bailar al son de la pieza que interpretan, fluyendo el arco de punta a talón, de cuerda en cuerda, como recitando una muda canción. Los ojos de la mujer están apaciblemente cerrados.

Las últimas notas, la última cadencia. Un dulce re menor adornado con un melancólico vibratto, que en suave decrescendo se apaga hasta desaparecer. Y entonces, lentamente, relaja su posición, dejando caer con cuidado los brazos a los lados de su cuerpo, y abre los ojos. Azules. Azules como el cielo de invierno, frío como el hielo. Hermosos como un cuadro, sin vida. Una mirada al pasado, perdida en el triste olvido. Su mirada. Su vida. Su pasado. Su abandono. Su olvido. Etel.


Nacida ente algodones una tormentosa noche de diciembre diecinueve años atrás, en la sala de estar de una adinerada familia noruega, su vida se extinguió como el ardor de una débil llama ante el fuerte viento. Lágrimas, sollozos y tristeza, apagados en aquel salón convertido en tanatorio tras un parto inusualmente largo y doloroso. El bebé de dorado y fino cabello había muerto en los brazos de su madre, que murmuraba una y otra vez su nombre a modo de encanto: Karena.

Y, sin embargo, la niña vivió. Pasaron los minutos, tal vez las horas, antes de que la matrona se diera cuenta de que había movimiento en el pecho de la criatura. Tras largas horas acunada por la muerte, la niña respiraba de nuevo. Su corazón latía, sus manos se movían buscando algo a tientas en la tenue penumbra de la sala. Tal vez a su madre. Pero no lloró. Y sus ojos, que una vez brillaron azules como el cielo, ahora se veían apagados, sin vida. Un portal a sus recuerdos.

Después de aquello, hubo vida pero nunca amor, ni familia, ni sueños. Ni siquiera había Karena. Confinaron a la criatura en una habitación habilitada en el desván de la casa, y se aseguraron de que no le faltase nada: alimento, ropa, un tutor llegada la edad. Y así ella creció, sin ni siquiera un nombre, encerrada con su soledad en aquella habitación consignada al olvido.

Una tarde de primavera, sin embargo, su vida cambió. Desde su posición relajada sobre su cama, escuchó un peculiar sonido diferente a cuanto le era familiar. Una bella melodía cantada en un idioma carente de palabras, pero que llenaba su cuerpo de las más sutiles sensaciones. Fue tal su embelese que finalmente fue incapaz de retenerse e incumplió la más sagrada de las normas que debía seguir: no salir jamás y bajo ningún concepto de la habitación. Aunque la trampilla estaba cerrada con llave, no le fue difícil dar con el mecanismo para abrirla, y descendió en silencio hacia el origen de aquel sonido. Sus pasos le llevaron al salón principal de la mansión, donde un hombre mayor, vestido con un caro traje negro, sostenía en sus manos un curioso instrumento de madera que, colocado contra su hombro, repetía su canto obedeciendo los movimientos de sus manos. Permaneció inmóvil estudiando tal inusual ser, hasta que, finalmente, sus padres se dieron cuenta de su presencia. Se originó un alboroto terrible, cuyo centro era la niña. Gritaban, chillaban, como si hubiesen visto un fantasma. Los pocos familiares reunidos que no sabían de su presencia pronto fueron puestos al corriente. La niña era un monstruo. Sin vida, sin sentimientos. No podía mentir, pero tampoco ser engañada. Con esos ojos muertos era capaz de distinguir la verdad en las palabras. Era fría como el hielo, y no enfermaba nunca. La escondían por su bien, y el de todos. La criatura que guardaban en el ático era sin duda alguna un demonio, el demonio que había matado a Karena. El alboroto fue decayendo hasta convertirse en aislados corros que susurraban y la observaban de manera alternada. Todos los ojos de la sala estaban pendientes de la niña, que pese a su aparente calma comenzaba ponerse nerviosa. Demasiada gente desconocida, demasiado rencor en una sala tan pequeña. Le faltaba aire, pues todo lo que se respiraba era odio alimentado con odio.

Sólo una persona la observaba no con rencor sino con curiosidad: el hombre que portaba el instrumento que cantaba. Con él aún sujeto firmemente entre los dedos, se acercó a la asustada chiquilla y le habló, por primera vez en su corta vida, con simpatía:
-¿Es esto lo que te llamaba tanto la atención?
Ante la perplejidad de la familia, el señor guardó el instrumento en una funda hecha a medida y, tomando a la niña de la mano, la llevó a dar un paseo fuera de la casa. Así ella aprendió que aquello era un violín, uno de los múltiples instrumentos diseñados para crear música. Le habló de las familias, de las diferencias morfológicas y de sonido entre ellas. Y él sabía esto, le explicó, porque era un luthier, un maestro creador de instrumentos. El violín que había visto en el salón era obra suya, como tantos otros. Al final, con el permiso de sus padres, la llevó a su estudio, donde ella pudo ver una amplísima gama de instrumentos musicales. Todos ellos de cuerda. Había guitarras, violines y violas, y el amable señor fue explicándole el funcionamiento y las características de cada una de ellas. Sin embargo, fue al llegar a la habitación taller cuando la niña vio el instrumento que llegaría a enamorarla. Se trataba de uno presumiblemente de la familia de los violines dada su morfología, aunque su tamaño era mucho mayor y presentaba algunos detalles claramente diferentes, como la ausencia de apoyos para la almohadilla y una pica metálica en la zona inferior. El señor, al notar su interés, le explicó que era un violoncello. Le ofreció una silla y le dejó probarlo. Las notas salían desafinadas y el instrumento era demasiado grande para ella, pero aún así se convirtió pronto en su favorito.
Al terminar la tarde, la pequeña quiso agradecerle su amabilidad, pero no recordaba el nombre de su anfitrión.
-Me puedes llamar abuelo-le sonrió el hombre desde detrás de unas grandes gafas bañadas en oro-. ¿Y puedo saber yo cuál es el nombre de mi nieta?
La pequeña, que carecía de uno, se asustó. A su cabeza sólo venían los términos que había oído esa tarde en el salón familiar. Monstruo, asesina. Demonio. El abuelo pareció leer en sus ojos el hilo de sus pensamientos, porque sonrió y, arrodillándose para estar a su altura, le dijo:
-¿Sabías que los demonios son también ángeles? Los más hermosos que han poblado nunca los cielos. Fue Dios quien, envidioso de su exuberante belleza, los expulsó de su reino. Que algunos no sepan reconocer el esplendor de una criatura no quiere decir que éste no exista-acarició con ternura el pelo desde hacía años negro azabache de la niña mientras decía esto-. Etel, la noble. La descendiente de los ángeles. O, lo que es lo mismo, de los demonios-añadió, guiñándole un ojo-. ¿Te gusta?

Así, a partir de ese día la niña se convirtió en Etel, y recibió con frecuencia la visita de su abuelo. Aprendió a tocar un viejo violoncello tres cuartos que él le regaló por navidad, y poco a poco, la música se convirtió en su vida. Pasó horas y horas dejando sus dedos deslizarse por las al principio ásperas cuerdas del instrumento, aprendiendo de él cada matiz, cada pequeño capricho que escondía en aquel cuerpo de madera rojiza. Tomó lecciones y, cada vez que su abuelo la visitaba, le mostraba con un orgullo mudo sus avances, que él escuchaba con deleite y aplaudía. Ver la felicidad en los ojos de su mentor era para ella un incentivo casi tan fuerte como su propia pasión por aquel sonido meloso que le permitía transmitir los sentimientos que su rostro y su corazón se negaban a asimilar. Con cada pieza aprendía uno nuevo, y se lo mostraba en callado compromiso al gran espejo del cuarto, que en ausencia de sus tutores corregía los fallos en su postura.

Hasta que, en su diecinueve cumpleaños dos meses atrás, su abuelo dejó de visitarla. Tardó casi dos semanas en descubrir que estaba enfermo. Según los doctores que lo cuidaban, muy enfermo. Tardó poco en decidir que debía ir a visitarlo y, para evitar llamar la atención, encargó un sombrero con una redecilla que ocultase sus iris muertos de las miradas furtivas de los viandantes. Todos los días, con puntualidad, entraba en su habitación y tocaba el cello durante el tiempo que el horario de visitas le permitía. A veces otros familiares entraban y salían de la habitación, pero sus palabras de ánimo estaban huecas, vacías: sólo les importaba conocer el avance de su curiosa enfermedad. Pero su abuelo se estaba recobrando. Gracias a su música, le decía a menudo. Y Etel seguía visitándolo cada día, esperando la noticia del alta.

Sin embargo, una mañana de aquel frío mes de enero, cuando la joven se dispuso a entrar en su habitación, su abuelo no estaba. Gran parte de la familia se encontraba en aquel cuarto, que sin su presencia se había vuelto opresivamente pequeño. Lamentos, pésames. El médico le dijo que había empeorado repentinamente por la noche. Nadie se lo explicaba, estaba mejorando. Algunas mujeres dejaban escapar sutiles lágrimas de sus ojos, pintados de luto.

Mentiras. Sucias y odiosas mentiras. El doctor mentía. Las mujeres mentían. Las lágrimas reían. Todos lo sabían, sabían qué le había sucedido a su abuelo, y jugaban un sucio teatro frente a ella.

Esperó. Esperó a que los médicos se fuesen, a que sus familiares se fuesen. Esperó toda la tarde bajo la gris lluvia de aquel sombrío mes de enero. Y cuando por fin cayó la noche, cuando el pequeño hospital estaba a punto de cerrar las puertas, entró. Paseó por el oscuro edificio de piedra, con los ojos cerrados, esperando encontrar respuesta a sus interrogantes. Cualquier cosa serviría. Recorrió más de dos veces el hospital antes de dar con una pequeña puerta que conducía a la sala de reunión de los médicos. Se oían voces dentro. Etel se acercó unos pasos más. Su oído era finísimo, y la conversación le llegaba con absoluta claridad. Hablaban de cosas banales, de pacientes en general, y de amoríos indiscretos entre sus compañeros ausentes. Una hora de palabras que no le decían nada, y entonces, como llegado de la nada, comenzó a oír un agitado jadeo. El chirriar de una puerta le indicó que alguien más había entrado en la sala desde otro punto de acceso. Todas las conversaciones cesaron al instante.
-Se acabó-anunció la agitada voz de un hombre.
-Menudo lío en el que acabamos metidos, ¿seguro que ya está?-preguntó una chica, claramente preocupada-. ¿Y la familia? ¿No sospecha nada?
-La familia está enterada-respondió el primer hombre, cansado-. Recibió una compensación por su silencio, aunque tampoco me parecieron muy decaídos por la noticia. Imagino que en una prestigiosa casa de negocios, un músico, pese a su calidad y fama en ciertos círculos, no termina de hacerse hueco.
-Pero aún así, pobre hombre… me pregunto qué habría descubierto para hacer enfadar hasta ese punto a esos holandeses locos. ¿Sufrió mucho?
-No tanto como la primera vez. La ricina hizo efecto rápido, aunque fue algo desagradable de ver.
-Y todo por una información que tal vez ni siquiera fuese cierta…

Desde su posición aún pegada a la pared del cuarto, Etel se retiró de nuevo con sigilo, desandando el camino para recoger su violoncello y volver a casa. Aunque su rostro de piedra permaneciese inalterable, algo bullía en su interior. Una enorme sombra que crecía en su estómago, amenazando con devorarla. Asesinado. La palabra aparecía y se desvanecía en su mente, mientras poco a poco su oscuridad se fusionaba con la noche.

Cuando llegó al gran salón de la mansión, dudó antes de subir las escaleras hacia su cuarto. En su lugar, caminó hasta la cocina de la casa y preguntó cuándo sería el funeral. En cuatro días. Mientras su negrura absorbía la respuesta, subió de vuelta a su buhardilla. Sin embargo, una vez arriba cambió de opinión y, tras mudar su vestido empapado por la lluvia por uno nuevo y coger un paraguas, salió de nuevo a la calle y pidió un taxi. Necesitaba respuestas.

La casa de su abuelo estaba oscura y fría. Incluso allí, la agria sensación de desamparo era enorme. Caminó a tientas en la penumbra de su farolillo, y nada halló fuera de lugar hasta llegar al taller. Allí, en su centro, había una preciosa funda de violoncello. Rígida, de terciopelo negro y brillante, y preciosas cremalleras azules recorriendo su perímetro otorgando al conjunto una sutil nota de color. En su centro se apreciaba un sobre blanco, en el que sólo se leía un trazo: Etel.

Con sumo cuidado, la joven depositó la carta sobre una mesa cercana y abrió la funda. En su interior, tapizado de terciopelo turquesa, había un violoncello. Lo extrajo con delicadeza para observarlo mejor. La madera de su caja era oscura, mucho más que la de un cello normal, aunque aún existía un armonioso contraste con la que conformaba el mástil y las clavijas, que era negra ceniza. El puente era de un castaño muy claro, casi blanquecino, que ofrecía un bonito contraste al conjunto. La pica, bañada en plata, hacía juego con las cuerdas, cuyo extremo inferior estaba recubierto por una laminilla azul turquesa. Incluso las aberturas "f" tenían una elegancia inusual, que transmitían al instrumento. De una pequeña funda interior extrajo un arco, cuya madera era del mismo material que la caja y cuyas cerdas, pulcramente ordenadas, hacían juego con el puente. Depositó con reverencia aquel regalo único de vuelta a su funda, y tras asegurar las cremalleras, volvió su atención al sobre con su nombre. Sus ojos recorrían raudos las líneas manuscritas, absorbiendo cada frase, guardando cada palabra en su memoria. Era una carta de despedida, escrita por su abuelo antes de ingresar en el hospital. Tras repasar su contenido varias veces y cerciorarse de que en su apuro no había dejado nada por leer, quemó la carta ayudándose de la llama de su farolillo y esparció sus cenizas por la habitación. Después, colocando la funda de su regalo a su espalda, dejó para siempre aquella casa vacía y volvió, una vez más, a su  cuarto en la buhardilla.

Su abuelo lo sabía. Que iban a por él. Que conocía algo que lo llevaría, indudablemente, a la muerte. Sabía que nunca dejaría el hospital con vida. Por eso había preparado aquel último regalo para ella. Era su presente de despedida. Su regalo para su decimonoveno cumpleaños, el último que pasarían juntos.

Sola en su habitación, Etel preparó unas partituras para su estudio. Montó el atril, dejó un lápiz sobre él para posibles anotaciones. Extrajo una vez más su nuevo violoncello y, por primera vez, dejó sus dedos recorrer con mimo sus cuerdas. Tenía cuatro días. Para conocerlo, estudiarlo, entenderlo. Para descubrir los secretos de su armonía. Y, así, poder preparar su despedida. El último regalo para su abuelo.  


Un inmenso campo de cuidada hierba oscura. Lápidas de piedra de diferentes tamaños y formas salpican la extensión verde en un orden secreto. Algunas personas caminan, otras están quietan. Unas pocas rezan. Una lluvia fina y fría se estrella sin miramientos contra el suelo del camposanto, ajena al dolor y los recuerdos allí conservados. Sólo una voz se escucha por encima del bramar de la tormenta. Un anciano vestido de sotana negra, situado frente a un ataúd de piedra y oro, recita con ayuda de un libro un salmo sagrado. Una veintena de figuras oscuras lo escuchan guardando el silencio del luto. Alguna lágrima se pierde en su camino a través de la mejilla, confundida con la fría lluvia del mes de enero. Ni siquiera los pájaros cantan. Sólo la voz del hombre rompe la monotonía del paisaje muerto.

Un nuevo sonido se enlaza, casi en silencio, con el salmo. Al principio parece un eco que ha perdido su rumbo, pero poco a poco gana fuerza y se extiende por todo el camposanto. Una melodía triste, extremadamente triste. Las notas surgen y mueren, dejando tras ellas un hálito de réquiem. Una huella, que permite enlazarlas con la siguiente pieza, componiendo, como una araña que teje su tela, un fragmento con significado, un mensaje encriptada en una bella voz de madera que se lamenta al compás de un sentimiento, palabras sin sílabas que fluyen en cuidada procesión, recorriendo cada recoveco del cuerpo y desapareciendo en el aire, como un fantasma. Lágrimas lloradas en seco, que se mecen con dulzura en cada delicado vibratto. Poco a poco, la melodía se vuelve código y el código un mensaje, que toma la forma de una palabra en la mente de algunos de los reunidos en el funeral. Requiem Aeternam, de Dvorak, simplificado para una sola voz: un violoncello de madera oscura y sonido profundo, que en la distancia entremezcla su música con el repiquetear del agua contra la tierra, formando un dueto con la lluvia. Resguardada en un cenador de piedra, una mujer vestida de negro deja sus dedos bailar contra las cuerdas del cello, transmitiendo su propio vibrar al instrumento, siguiendo un único latido que marca el compás de la obra. Sus ojos, ocultos por la redecilla de su sombrero, están cerrados, observando el infinito.

Diez minutos después, la pieza concluye y la melodía desaparece con la misma delicadeza de su comienzo, quedando las notas de la última cadencia vibrando en el frío aire de invierno unos segundos más. Después, vuelve el silencio, sólo interrumpido por el repiquetear de la incesante lluvia contra el suelo. Ya no se oye el salmo. Ninguna lágrima interrumpe la quietud del momento. El camposanto entero duerme, en un sueño del que jamás despertará.

La violonchelista relaja su posición y poco a poco su cuerpo se recupera del trance. A través de la redecilla de su sombrero negro podemos observar sus ojos, ahora abiertos, azules como el cielo, fríos como el hielo. En ellos sólo se refleja la muerte. Devolviendo su frágil tesoro a la funda de terciopelo, se prepara para la partida. Con el violoncello a la espalda, abre un enorme paraguas de tela negra y camina con pereza hacia una de las tumbas, cuyo ataúd aún no ha sido enterrado. Frente a ella, baja la cabeza y permanece en silencio durante algunos minutos. Ninguna voz interrumpe ahora su muda despedida. Al concluir, deposita una rosa azul sobre su ataúd, y, pasando con cuidado entre los cuerpos dormidos de los asistentes al funeral, toma el empedrado camino que dirige al final del pueblo, dejando tras de sí su pasado, su familia y su hogar. Sólo un recuerdo porta a sus espaldas, y son las últimas palabras de su mentor, grabadas con tinta en el interior del cello, a la altura del alma.

Para mi ángel:

Me gustaría quedarme contigo para siempre, y así disfrutar del candor de tu sonrisa, la pureza de tus lágrimas de niña, la etérea belleza de tus ojos curiosos; para protegerte de todo mal y, sobre todo, de ti misma; para iluminarte cuando caiga la noche en tu corazón, y para cantarte las más bellas nanas hasta que salga el sol y se lleve tus demonios. Ya que no podré acunarte siempre, quisiera al menos entregarte una parte de mi alma para que nunca estés sola, y así, cada vez que dejes fluir tu música a través de estas cuerdas, sonará mi alma a través de tu recuerdo, acompañándote allá donde vayas.

Te dejo a ti el último de mis trabajos, el mayor de mis sueños, para que te acompañe siempre cuando yo falte. Un último regalo para mi ángel, el mayor de mis tesoros.

De tu abuelo, con todo su amor. Sé fuerte, Etel.
Bueno, pues por fin mi participación para el concurso " El Regalo del Ángel" en :iconcuentos-por-colores:

Bien, y se me confirmó que también puede participar simultáneamente en otro concurso, así que aquí va la info! ^^

Prosaicos! es un juego basado en sus escritores y lectores, por favor visita al resto de los participantes y vota por quien te parezca el mejor cuando sea el momento
Pasaos por :iconprosaicos:!! El tema de este concurso es "Monstruo" ^^

Para el concurso "Monstruo", pretendo mostrar el nacimiento y desarrollo de una niña que fue enmarcada en ese sustantivo nada más nacer, y desde el del "Regalo del ángel"... bueno, creo que viene siendo obvio ^^

Espero que no me haya salido mucho por la tangente en ambos concursos por mezclar xDD

Es un poco largo, así que preparaos antes de empezar! xD

Y bueno, eso, no sé, estoy obsesionada con los violoncellos, sí xDD Y por si tenéis dudas, el alma es un fragmento de madera que une las dos piezas de la caja y que permite la resonancia (si leisteis ya el relato comprenderéis la aclaración xD).

Y bueno, por sencilla curiosidad, las dos piezas que interpreta son:
La primera, Prelude de la segunda Suit para cello solo de Bach [link]

Y el Requiem Aeternam de Dvorak, el original es este, ella tocaría una adaptación [link]

Pues eso es todo!! Espero que os guste!!

La imagen es de :icongeorge917:
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Nubis84's avatar
¡Qué arte! Bravo, que bueno, en serio, me ha gustado mucho la definición del personaje principal y el como se suceden los hechos. Veo que también amas la música de una manera especial, no dejes que ese violonchelo deje de sonar, nunca.

Maravillado estoy por este relato, sin exagerarte.